A veces creemos que las cosas son eternas... tanto las malas como las buenas: Que seremos siempre jóvenes, que las malas rachas nunca acabarán o que el amor es para siempre aunque no cuidemos de él... Pero, de pronto, la vida, el destino, el Universo nos da una bofetada y nos devuelve a la realidad: nada dura para siempre.
En esos ramalazos de lucidez, que a veces llegan a mi cabeza, suelo descubrirme a mí misma aspirando, con los ojos cerrados, el aroma del cabello de mi hija Muriel Marie, sintiendo lo suave de su piel, oyendo cómo respira mientras duerme. O me quedo observando cómo mi hijo Jose se hace hombre y se pone tan guapo; pensando que ahora empieza para él una etapa que siempre recordará: la adolescencia. Y lo hago con la conciencia de que ese preciso instante ya nunca volverá y tratando de que se me quede grabado en la mente para siempre. Porque eso, y solo eso, nos queda al final: los recuerdos.
Este fin de semana asistí a dos funerales, en el mismo día, en el mismo lugar, y con solo una hora de diferencia entre uno y otro. Las dos personas que habían muerto, aunque nunca se conocieron entre sí, tenían varias cosas en común: eran el papá y la mamá de dos personas a las que conocí por mi trabajo. Ambos habían perdido a su esposa y esposo, respectivamente, hace unos meses. Y ambos habían perdido el deseo de vivir desde que sus compañeros se fueron... Así mismo, ambos trataron de aferrarse a los recuerdos, pero no fue suficiente...
Durante la misa en honor de uno de ellos, el sacerdote pidió a los asistentes que contara alguna anécdota del difunto. Algunos lo hicieron y, por un momento, la gente dejó de llorar y rió. Durante esos minutos esa persona pareció vivir de nuevo... Algunos lloraron de nostalgia, pero estoy segura que con menos dolor del que sentían antes de empezar a recordarlo. Y mientras eso sucedía me puse a pensar, con tristeza, que los ciclos se cumplen inevitablemente sin que podamos hacer nada. Que esas dos personas a las que estábamos despidiendo, hace no mucho tiempo eran jóvenes, sus hijos eran chicos y tenían una vida y varios retos por delante. Pero, como nos sucederá a todos nosotros, sus ciclos concluyeron, su tiempo se terminó y de ellos solo quedan los recuerdos que dejaron.
Por la noche, una querida amiga me contaba que una amiga suya está muy grave en un hospital y que su pronóstico no era bueno. Me dijo: tengo miedo. Yo le entendí y espero haberle dado un poco de tranquilidad con lo que le dije. Pues me di cuenta que el dolor y el miedo que sentimos ante la muerte de alguien querido tiene que ver con el miedo al vacío que deja esa persona y a no encontrar consuelo. Le dije que tratara de recordar las cosas buenas que vivieron juntas porque ese sería el mejor homenaje a su memoria.
Pero como la vida es una moneda de dos caras, y la Gracia Divina es tan generosa y llena de amor, también tuve motivos para estar feliz. Un arranque de nostalgia, tan usual en mí, me hizo que me pusiera a navegar en Internet por los caminos de mi niñez. Sentí muchas ganas de ver cómo están ahora algunos lugares de los que tengo hermosos recuerdos. Así llegué a la página de mi escuela en Francia: L`École Maurice Ravel, en Talence, un suburbio de Bordeaux. Vi que había fotos de todos los años, me metí en la de 1978... Y voila!: me encontré a mí misma en el grupo de niños de tercer grado. No recuerdo, por más que lo intento, cuándo nos tomaron esa foto. Aunque sí puedo recordar a varios de los chicos. Me puse a llorar y a reírme como loca viéndome de ocho años de edad, con las trenzas que mi mamá siempre me hacía y con una gran sonrisa en mi rostro. Y aunque han pasado 31 años desde aquello, me dio gusto reconocerme y reconocer que sigo siendo exactamente la misma que entonces, solo que con más experiencia y más recuerdos... Encontrar esa foto fue un gran regalo para mí, sé de dónde y de quién vino y estoy inmensamente agradecida.
Los ciclos empiezan y terminan... dos personas terminaron esta vida y estoy segura de que pronto iniciarán otra que les llevará a la purificación y la perfección... Y en el mismo fin de semana, mi hija menor conoció el mar y se maravilló de su inmensidad y belleza y, a sus casi tres años, empezó a construir sus propios recuerdos...
Todo esto me llevó a pensar en la necesidad de hacer las cosas bien, con amor, con entrega, con alegría, con devoción... Para asegurarme de tener, dentro de 30 años, recuerdos hermosos y pueda reírme y llorar de alegría con ellos...